Rascacielos
Brillabas, tu piel brillaba como brilla un agujero negro. Cada pliegue, cada doblez, cada centímetro cuadrado que luego recorrería con la lengua era una invitación a saltar a una dimensión desconocida, a dejarse caer y perder todo lo que se hallaba entre la memoria y los zapatos. Y sin embargo tú misma la impedías. La caída, la impedías. Habías situado a la entrada aquellos labios rojos a los que era imposible no agarrarse, que era imposible perderse si uno quería pasar a engrosar la lista de los que en la vida han hecho algo más que nacer, llorar, respirar y morir comiendo arena. Esos labios a los que te llevabas un índice, en rojo también. Aprender los colores diez años después de haber dejado el colegio. Rojo Estambul, Midnight Passion, granates, burdeos, bombillas encarnadas de ultramar que iluminarían nuestros mejores polvos incluso en medio de una catástrofe nuclear. Y luego estaban la mirada, claro. Era tu reojo la última página de un inventario del deseo, de un diccionario...